Jorge Alberto Gudiño Hernández
07/11/2020 - 12:05 am
Justificar las certezas
Las que ahora nos ocupan parten de esa convicción de poseer un pacto con la razón o la verdad. Se ostenta como superioridad intelectual.
El lunes escuché a analistas políticos, especializados en Estados Unidos, asegurar que la victoria de Biden sería contundente. A otros, más cautos, decir que nada estaba seguro, que era mejor tomarse las cosas con calma. Ser prudentes, pues. Fui testigo de cómo los primeros se burlaban de los segundos en un programa televisivo. Lo hicieron pese a que, hace cuatro años, también garantizaban el triunfo de Hillary Clinton y su rostro se fue demudando conforme los resultados llegaban. Entre el martes y el miércoles, muchos hicieron mutis y otros se pusieron a intentar comprender por qué Trump tenía tantos votantes. Ni una aceptación de su, aparente, equívoco inicial. Hoy viernes, cuando los números parecen coincidir de nuevo con lo que apuntaban las encuestas, vuelven a alzar la voz para mostrar cuán ciertos estaban de sus dichos. Sin considerar, sobra decirlo, que son apenas unos cuantos miles de votos los que bien podrían haber echado la balanza hacia el otro lado.
No quiero hablar aquí de las razones que han impulsado a millones de norteamericanos a votar por Trump. Tampoco, de cómo muchos analistas cobran fortunas por equivocarse una vez tras otra. Me interesan más las razones de las certezas que esgrimen.
Todos tenemos certezas. Algunas fundamentales y otras que nos hemos construido a partir de diferentes procesos de pensamiento: ya sea que las hayamos aprendido en casa, ya que hayamos llegado a ellas como la conclusión lógica de un proceso argumentativo. El asunto es que nos dejamos regir por ellas sin que, necesariamente, intervenga un proceso crítico que atraviese nuestro propio sistema de creencias.
Las hay inocuas, al menos en apariencia. Como aquélla que nos hace irle a un equipo de futbol por encima del resto. Nuestra pasión puede desbordarse y llegar a grados de fanatismo muy elevados. Por fortuna, la mayor parte de las veces no hay consecuencias y todo se queda en la eterna puya con los amigos. Hay otras mucho más perniciosas, como las que sustentan la ideología de quienes abogan por la superioridad racial, religiosa, de género o de credos. Sin duda, no sólo lastran al individuo sino a la sociedad entera. Resulta al menos curioso cómo ambos ejemplos pueden abrevar de la misma fuente que no es otra sino la educación de la casa.
Las que ahora nos ocupan parten de esa convicción de poseer un pacto con la razón o la verdad. Se ostenta como superioridad intelectual. Sin duda no son tan peligrosos como los fundamentalistas de sus propios prejuicios pero tampoco son tan inofensivos como los aficionados a determinado equipo. Su trabajo consiste en ser líderes de opinión, en encauzar opiniones, en explicar un mundo de por sí complejo. Y hacerlo desde la certeza y no desde la duda y la ponderación, termina reduciéndolo a una simplicidad demasiado llana.
Es mejor tener la certeza del valor real de un equipo de futbol, en donde juegan las emociones y los buenos ratos del fin de semana, que pretender saber cómo votarán decenas de millones de norteamericanos a partir de análisis externos, de instrumentos de medición falibles, de los propios deseos. Es mejor un analista que haga justo eso, analizar, ponderando, que otro lanzando verdades que luego tendrá que justificar de alguna forma. Piénsese si no: ¿quién es más molesto: el hincha que dice que ya sabía que su equipo iba a ganar con el resultado en la mano o el columnista que asegura saber qué piensa un presidente porque algunas acciones coinciden con lo que él dijo? ¿Y quién es más peligroso?
Pocas certezas, entonces. Las fundamentales: en el campo de los afectos, de los gustos, de lo que es importante. Pocas, en cambio, donde es mejor dudar, debatir, abrir las discusiones. Es el compromiso que se tiene con el raciocinio. Al menos eso creo aunque bien sé que puedo estar equivocado.
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